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NOTA DE LA SEMANA

Un algoritmo llamado destino

Elon Musk apagó el último cigarrillo de la noche, dejó que el humo hiciera una espiral hacia el techo y sonriendo con el gesto ensayado de quien sabe que controla no solo una empresa, sino también las narrativas del mundo. Twitter, o lo que quedaba de él, no era ya ese ágora digital donde las voces discordantes se encontraban para chocar y aprender. No, ahora era un eco interminable. Una caja de resonancia donde las palabras vibraban al unísono, armónicas y predecibles, siempre hacia la derecha.

La transformación no llegó de golpe, como un trueno, sino más bien como una niebla que se filtra por las rendijas. Primero fue la amnistía digital: cuentas suspendidas por incitar al odio volvieron a aparecer, envueltas en discursos de libertad de expresión. Luego, la reducción de los equipos de moderación se anunció con la frialdad de un tuit: “Dejemos que la verdad se defiende sola”. La verdad, sin embargo, se ahogaba entre teorías de conspiración que resonaban con una claridad inquietante.

Juan Carlos Monedero, en su aula universitaria, se paraba frente a un grupo de estudiantes que lo miraban con una mezcla de curiosidad y desasosiego. “Musk no ha transformado Twitter, lo ha desnudo”, decía con una cadencia que sugería paciencia y furia contenida. “La plataforma no refleja una libertad nueva, sino los peores temores de una sociedad que prefiere creer en la conspiración antes que en la complejidad”.

Mientras tanto, en otra esquina del espectro digital, Mark Zuckerberg observaba. No con el espíritu de un líder, sino con el cálculo de un empresario que ve en la radicalización una oportunidad de mercado. Facebook comenzó a cambiar. Su algoritmo, más fino que una tela de araña, comenzó a guiar a los usuarios hacia contenido más polarizante, más visceral. La moderación, esa incómoda necesidad, fue desplazada por un optimismo programado: “Confía en la comunidad para decidir lo que es verdad”.

En la trama de este nuevo panorama digital, las teorías conspirativas florecieron como enredaderas. Desde la negación del cambio climático hasta las sombras de planos globalistas, las redes se llenaron de voces que gritaban más fuertes que nunca. Musk y Zuckerberg, aliados inadvertidos, se convirtieron en los arquitectos de una distopía en tiempo real.

Pero Monedero no era un hombre de renuncias. En su clase, encendía un cigarro imaginario —porque fumar ya no era políticamente correcto, aunque él extrañaba el humo como se extrañan las cosas que enmarcan los debates— y lanzaba su frase final como un dardo: “La tecnología no nos está liberando, nos está condicionando. Estamos atrapados, no por los algoritmos, sino por nosotros mismos”.

Mientras tanto, en las oficinas relucientes de Silicon Valley, Musk y Zuckerberg seguían ajustando las perillas de sus universos. No había humo allí, solo el destello frío de las pantallas y el susurro de una ambición que resonaba más fuerte que cualquier tuit o publicación.

Y el mundo, atrapado en esa niebla de certezas absolutas, olvidaba que la duda, tan incómoda como valiosa, había sido lo único que siempre lo había salvado.

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